14.2.14

LA CAZA (II)

Los hombres han ido muriendo uno a uno de formas misteriosas e incomprensibles. De pronto, ya no somos sino un puñado de marineros aterrorizados los que nos abrimos paso a machetazos por entre la vegetación húmeda y pútrida, que exhala un vaho de ciénaga, pestilente y oscuro.
Intento razonar con Fleury. Que me explique el motivo de esa tozudez irracional que nos empuja a seguir adentrándonos más y más en la isla. Moriremos todos, le digo. Él no me hace caso. El rey Wezi nos espera, dice, alucinado, como un hombre que ha perdido la razón. En cuanto lo encontremos todo irá bien; en nombre de su Majestad, debemos seguir. Sé que nos conduce hacia la muerte, que Wezi nos ha tendido una trampa mortal. Ojalá pudiera disuadirle, pero no quiere escucharme.
Oímos un grito desgarrado más, allá al fondo, y otro más de nosotros desaparece sin dejar rastro, y el terror es ya tan profundo que toda serenidad desaparece y nos lanzamos a una loca carrera hacia ninguna parte, gritando como enajenados y arrancándonos a manotazos las extrañas enredaderas y ramas que se enroscan en nuestro cuerpo.
Oigo a Fleury berreando como un poseso, a mi espalda, y no entiendo lo que dice. Sigo corriendo, corriendo, hiriéndome con las ramas que me azotan el rostro, hasta que de pronto me doy cuenta de que no se oye nada más que mi propia lucha contra la vegetación, mi propia respiración agitada. Ni un grito. Ni un solo ruido. Ni la voz de Fleury. Dios mío, estoy completamente solo.

Levantando la cabeza del último de los demonios blancos, que tiene cogida por el pelo, Akele lanza un rugido de triunfo. Imba y los demás lo corean desde lejos, y luego se van acercando. Las exclamaciones de alegría, los saltos y las cabriolas son frenéticas. Qué fácil ha sido perseguir y dar caza a esos demonios torpes y ruidosos que andan por la selva como jabalíes heridos. Solo había que esconderse con sigilo y dejarlos avanzar. Akele siente un gran orgullo por haber sido más listo que Aja-mokoko y los suyos, capturados por una partida de demonios blancos hace varias lunas, y a los que no se ha vuelto a ver ni vivos ni muertos. Se dice que se los han llevado al país de los narices largas, sin duda para devorarlos.
Akele, Imba y los demás celebran su victoria con una fogata, asan la carne que han cazado, cantan junto al fuego y luego se duermen.
Cuando se despiertan, los guerreros de Wezi los rodean por todas partes y blanden las porras que tienen incrustados dientes humanos.


11.2.14

LA CAZA (I)


Llegamos a la isla al atardecer. Las enormes hojas de los bananos envuelven la orilla en una tupida sombra. Arriamos el bote y nos encaminamos hacia la playa. Hay algo malsano en estas aguas blanquecinas, como iluminadas por una fosforescencia de origen desconocido. Los rostros de los marineros adquieren reflejos verdosos y cadavéricos, y una garra de hielo me oprime la garganta cuando nos acercamos a la selva. El follaje murmura sordamente, el silencio está cargado de susurros que pueblan el aire crepuscular. Anochece sin fuego, sin gloria, sin la bola del sol hundiéndose en el horizonte, sin dramatismo.
Es como si esa opacidad lechosa de las aguas fuese poco a poco contagiándose al cielo, propagándose a él como una mancha de humedad en una pared, como el moho en la blanca miga del pan.
El agua está enferma; el aire también. No se oye ni un solo grito de pájaro, ni un chillido animal. Sólo el sordo susurro de las hojas mecidas por el viento.
Ponemos pie a tierra y nos invade un vago sentimiento de inquietud. Parece como si algo acechara... algo que se escondiera entre la vegetación podrida y negruzca, que exhala un fantasmagórico vaho de humedad.
Fleury dirige el destacamento. Observo cómo el sudor empapa las axilas de su casaca, y también la espalda. No dice ni una palabra de queja, pero su rostro tenso y el labio superior que tiembla imperceptiblemente me revelan su angustia: le conozco muy bien, he ido observándole día tras día, semana tras semana, conozco sus debilidades y su insuperable cobardía. Estamos en sus manos y siento miedo.

***

Durante días, antes de llegar a la isla, sufrimos la calma chicha más espantosa desde que salimos del continente. Los hombres se peleaban por cualquier nimiedad, nerviosos e irritables, y se estaba haciendo cada vez más difícil controlarlos. Fleury parecía no enterarse de nada, absorto en sus cartas marinas, todo el día metido en su camarote. Intenté que me dijera cuáles eran sus planes para el desembarco, por qué desembarcar en la isla y no en el continente cercano, donde habíamos recalado otras veces, pero se limitó a contestarme con sequedad que eso no era de mi incumbencia. Los días pasaban lentos, calurosos, desesperantes... 
Yo debía haber zarpado con el capitán Havesham; sólo en el último momento supe que Fleury iba a sustituirle. Fleury no tenía muy buena fama desde que perdió una goleta en las Antillas Holandesas en circunstancias muy poco claras, pero la repentina indisposición de Havesham había puesto a los armadores en una situación difícil y se acogieron a él como último recurso. Embarqué muy a regañadientes. No me preocupaba demasiado la mala fama de Fleury: todos podemos tener un mal momento... Lo que sí me dolía era perder la oportunidad de navegar con Havesham, un hombre magnífico a quien ya conocía desde hacía años y con quien mantenía una relación de amistad y confianza. El propósito del viaje era el mismo de otras veces: un par de escalas en las costas africanas para recoger esclavos y luego llevarlos a las colonias de Nueva Inglaterra.

9.2.13

MÍO



—Dámelo.
—No.
—¡Venga, dámelo!
—Antes lo mato.











Foto de Ruth Orkin

25.1.13

CONCIERTO

El concierto amanece una mañana en casa o una tarde volviendo a casa porque antes no viste los carteles en un pirulí o en el anuncio de una página web. El simple nombre en grandes letras genera un alud de notas que se te vuelcan en la cabeza de golpe. Nombres, caras, fechas que dibujan una burbuja ilusionada. Iremos al concierto.
Llega el día, se acerca la hora. La euforia chispea en la mirada, es la chispa divina del concierto. Es tan frágil, tan efímera, hay que correr hacia el concierto, llegar a la puerta, sacar la entrada, entrar, reír, hablar, beber, antes de que la chispa muera, transportados por una nube fosca y eléctrica que descargará relámpagos (ya lo sabemos) en cuanto la música empiece.
El escenario se oscurece. Amenaza trueno. Sonido. Luz.
Se va haciendo compacta poco a poco la masa esponjosa del público, creciendo poco a poco empujada por la la levadura de la música y la cerveza.
Amo esto, adoro esto, cómo te golpea el pecho. Se olvida todo entonces, ya no hay yo, ya no hay tú, ni calor, ni sudor, ni cansancio, sólo música, marea que galopa por encima de ti. Tus sentidos ceden al concierto. Miras a tu alrededor, marea de caras y de cogotes. Euforia. Te alza la ola, te eleva en su cresta de sonido doloroso y entre las cabezas vislumbras quizá una guitarra, una silueta bañada de azul, o de rojo.
Amo esto, adoro esto, sudar, saltar, otra cerveza, vaivén de risas. Que vuelvan a salir, bises hasta el infinito, dejarse ir.
Y qué pena cuando ya no se puede más, porque podrías, podrías aún. La gente se tensa en ese momento acalorado rodeada de otra gente tensa y asida al ruido como un asa sólida. Sudas, cansada y tensa, asida a la música que aún sigue. Podrías, puedes aún, lástima que el sonido se apague, lástima.
El tiempo entonces se pone de pie y echa a andar como un niño pequeño, y se hace el silencio: qué pena. Aplausos, voces, luces, pitidos en los oídos, fin.
Se acabó el concierto.

10.1.13

BLACK GHOST (y 3)

Si hubiera estado viva igual también me habría molestado un poquito ver, más tarde, a mi novio Carl pagándole a Terry por su trabajo tan pulcro y profesional, tan bien hecho. Y más tarde aún ver a mi dulce e inocente hermanita Leona, con sus dieciséis añitos recién cumplidos, denunciar mi desaparición a la policía (a estas alturas ya todos sabemos que no voy a volver nunca), y después, o incluso antes y después, meterse en la cama con Carl, mi ex novio, ahora ya dueño único de todo el local.
No niego que todo eso me habría molestado. Igual que me habría sorprendido bastante ver al idiota de Beep, ese pedazo de carne con ojos, ese mastodonte de portero de mi local, encerrado en el baño y llorando como un bebé. No sabía que me tuviera tanto cariño, la verdad. Y me habría parecido curioso verle hacer una llamada con un teléfono móvil de esos de usar y tirar, y después romperlo y tirarlo a una papelera por la calle, y meterse en un coche y salir de la ciudad cagando leches. Después la sorpresa habría dado paso al asombro al ver llegar a la policía al local, bajarse de sus coches, detener a Leona, detener a Carl, al mismo tiempo que otros policías detenían a Terry en una timba de póker a unas cuantas calles de distancia de allí, ay, lo que son las cosas, con lo que yo admiraba su profesionalidad, y al final parece que se dejó algún cabo suelto. El espectáculo de sacar mi cuerpo del agua puede que no haya sido demasiado elegante, no lo niego, pero a mí, qué quieren que les diga, la verdad es que me tiene ya sin cuidado. No me importa el local, ni la policía, ni mi hermana, ni mi ex-novio, ni Terry, ni siquiera el pobre de Beep, que al final no resultó tan idiota, después de todo. Lo único que siento ahora es alivio. A lo mejor ahora sí que se ha acabado todo de verdad y puedo desaparecer en el olvido, convencida de que no hay nada más, eso es todo, amigos. Y sí, estoy contenta de no ser ese tipo de fantasma a lo Patrick Swayze que anda por la tierra con un cuerpo transparente, la verdad, no por nada, es solo por no tener que aguantar a Whoopi Goldberg, porque, señores, será una hermana, pero es la hermana más plasta que vi en todos los días de mi corta y negra vida.

FIN

2.1.13

BLACK GHOST (2)

Todo se ha vuelto muy raro. Sé perfectamente que estoy muerta, pero no me había imaginado nunca que sería así. Pensaba que sería algo estilo Ghost: mi imagen se separa de mi cuerpo real, que queda caído en el suelo, y yo tengo una especie de cuerpo transparente con el que voy y vengo por ahí y entro en el metro sin pagar. Y cuando me acerco a un ser querido echa el aliento como si fuera humo y nota un escalofrío, pero al final nos tocamos las auras o lo que coño sea y salen chispas y luces brillantes y tenemos una especie de orgasmo cósmico, y luego yo me voy hacia la luz. Pues no señor, no es nada de eso. Estoy muerta y ya está. No tengo cuerpo y no puedo hacer absolutamente nada más que mirar y escuchar, y nadie nota mi presencia porque en realidad no estoy, aunque, curiosamente, veo y oigo.
Quizá si me hubiese preparado para esta muerte, si la hubiese esperado de alguna manera, habría podido irme tranquilamente, como quien se va a dormir, convencida de que la cosa ya se ha acabado. Pero ha sido tan repentino, tan inesperado... Quizá si hubiese habido un entierro, un funeral, una cremación, una desaparición definitiva de ese cuerpo que me albergó durante veintiocho años y con el que comía, vivía y respiraba, o sea, que era yo, en definitiva, también ese habría sido un momento ideal para decir: bueno, pues parece que eso es todo, amigos, adiós. Pero claro, así no hay quien descanse. Todavía queda algo, una insistencia que se aferra tozudamente a los lugares que frecuentaba cuando estaba viva y a las personas que me conocían y a quienes conocía. O mejor dicho: a quienes creía conocer.
Hay cosas que, para qué negarlo, si estuviera viva me habrían molestado bastante, pero ahora que estoy muerta pues la verdad es que no me afectan tanto. Por ejemplo, ver cómo Terry se llevaba mi cadáver del callejón metido en un saco de plástico en el maletero de su coche, y cómo me tiraba al río en un sitio muy hondo con un trozo de viga de hierro atada a los tobillos, en un sitio donde es muy poco probable que me encuentren, por no decir imposible. Si hubiera estado viva me habría molestado el frío del agua, la oscuridad, la humedad, estar allá abajo tan sola, pero ya no puedo notar nada de eso, así que lo veo y me da igual. Y hay que reconocer una cosa: Terry está un poco loco, pero es admirable la forma tan profesional que tiene de resolver las cosas. 

(Continuará)
Foto de Rick Bucich 

17.12.12

BLACK GHOST

Al ver aquello me puse furiosa, sí, lo confieso, me puse fuera de mí. Le había repetido mil veces al idiota de Beep, el portero del local, que cuando andaba mi hermanita Leona por el bar vigilase para que nadie dejara cosas comprometedoras a la vista, ni mi novio Carl, ni sus amigos, ni Terry, ni las camareras, nadie, y allí tenía una mesita de centro de cristal ahumado toda empolvada, con una montañita blanca, incluso unas rayas bien preparaditas. Algo que Leona, que no es tonta, entendería a la primera si lo veía. Leona estaba a punto de llegar, así que lo recogí y limpié bien la mesa, metí todo aquello en un sobre de papel que guardé en mi escritorio bajo llave y luego fui a buscar al idiota de Beep y le eché la bronca.
—Te lo juro: como vuelva a pasar algo así estando aquí mi hermana pequeña, te mato. Te mato.
Nunca le había dicho aquello a nadie, pero estaba absolutamente convencida de que lo haría. Sin dudar. Salí al callejón por la puerta de atrás del local para serenarme un poco. Estaba negra. Bueno, quiero decir que estaba muy enfadada, porque negra lo estoy siempre, ja, ja. Y allí estaba Terry fumando tranquilamente. Pensé que era buena ocasión para desahogarme. Terry está un poco loco pero sabe escuchar. Y te puedes creer lo que ha hecho el idiota de Beep, bla, bla bla... Mira que se lo había advertido cien veces...
Y Terry que dice: sí, Shayana, creo que con gentuza como el negro gordo ese no tienes otra alternativa que ésta, y saca una pistola pequeña y oscura que llevaba en el bolsillo de la chupa. Extiende la mano hacia un blanco invisible y hace un movimiento y dice en voz baja: pum, así, así acababa yo con él, con la gentuza como él. Un tiro en el hígado, que no se mueren en seguida y rabian durante unas cuantas horas.
Y a continuación se vuelve, todavía con la pistola en la mano, y veo que quita el seguro y me apunta a mí. Yo pienso: qué raro... Pero no me da tiempo, en realidad sólo pienso “qué ra...” porque antes de acabar noto un picotazo fuerte en la frente, como el de una avispa pero más fuerte, y quiero gritar pero no puedo, ya no tengo voz, y quiero llevarme la mano a la frente y no puedo tampoco, porque todo se vuelve muy raro, muy raro.

(Continuará)

Foto de Matt Weber

12.12.12

GOLOSINAS

 
...los caramelos de Papabubble, las onzas de chocolate negro, el nombre del amigo en la pantallita del teléfono, el nombre de la amiga en el comentario de Facebook, el momento justo antes de levantarse el telón, los mejillones de bouchot, el gato que duerme enroscado, los libros nuevos y los libros viejos, la mañana lluviosa de sábado en la cama, el gin-tonic de jengibre y el de pepino y el de pomelo y el de uva, los pastelitos de Bubó, los zapatos nuevos y su exquisito daño, las primeras notas de la canción adivinada, las turquesas y la plata, los picnics en la playa, la carta de vinos, el poema de Cernuda, el sol de medianoche, el bosque de hayas, los palacios nazaríes, los cannoli, las risas tontas, el abrazo, el mar...

11.11.11

ICEBERG


Los demás cambian de idea una y otra vez. Qué desean, en qué piensan y cómo ven las cosas, eso sí que es un desafío mental, ese sí que es un juego mucho más interesante que cualquier crucigrama o sudoku. Cuando crees saberlo de verdad ya ha pasado la vez y ya no te toca a ti mover ficha y le toca al otro. Y el otro ha cambiado de idea. Los demás siempre acaban por sorprendernos, aunque no nos sorprenden nunca, y esa es la bonita paradoja del juego. Porque no conocemos nada de ellos, ni su presente ni su pasado, sólo podemos intuirlo. Nos lo han contado, sí, y nos lo hemos creído, y ese precisamente es el problema. No sabemos ni sabremos nunca de dónde vienen, cómo son, porque en todas las casas hay un mundo de infelicidad y todas las infelicidades son distintas, etcétera, etcétera, y resultaría insoportable que todos nos fuésemos contando las infelicidades unos a otros.

Lo que no cuentan es un mundo de tan enormes dimensiones que lo que cuentan, a su lado, es como la parte del iceberg que vemos, una parte diminuta, insignificante. Lo que permanece oculto no son sólo los sentimientos o ideas personales, sino también la información básica para comprender a los demás. Y es que los demás no sólo mienten en lo que dicen, sino que se callan cosas tan importantes que todo el rompecabezas que montamos basado en datos que creemos reales no es más que pura fantasía sostenida sobre la nada.

10.10.10

FRAGMENTOS DE UN CUBO BLANCO


A medida que el modernismo envejece, el contexto se convierte en el contenido.

Los sistemas, al ser más fáciles de entender que el arte, dominan la historia académica […] El progreso se puede definir como aquello que ocurre cuando se elimina la oposición.

Ahora el espacio no es sólo allí donde ocurren cosas; las cosas hacen que ocurra el espacio.

Igual que los “sistemas” fueron una obsesión del siglo XIX, la “percepción” lo fue del XX. Media entre los objetos y la idea y los incluye a ambos.

En su aspecto más serio, la relación artista/público se puede ver como la prueba del orden social mediante proposiciones radicales y como absorción de esas proposiciones por el sistema de apoyo (galerías, museos, coleccionistas, incluso revistas y críticos) evolucionados para intercambiar éxito por anestesia social.

Un gesto es antiformal (en contra de la aceptación de que el arte reside dentro de su categoría) y puede estar enfrentado a la suave teleología del resto del trabajo de su perpetrador. Un artista no puede hacer una carrera sólo de gestos, a menos que, como On Karawa, su gesto repetido sea su carrera.

La escena artística en cualquier gran centro es siempre una necrópolis de estilos y artistas, un columbario visitado y estudiado por críticos, historiadores y coleccionistas.

Fragmentos de Inside the White Cube, de Brian O'Doherty. (La traducción es mía).
White Cube; 1998; Instalación en la galería Orchard, Derry, Irlanda del Norte. Patrick Ireland (Brian O'Doherty)